lunes, 4 de noviembre de 2019

NACIMIENTO DE LA INDUSTRIA COLOMBIANA




Es decir, en sentido técnico, el proceso mecanizado de transformación de materias primas que rebasa las meras necesidades domésticas y está destinado a un gran mercado-- tuvo varios nacimientos y varias muertes antes de su consolidación decisiva.
Así, concentradas en Bogotá, emergieron entre las décadas de 1830 y 1850 fabriquitas de loza, ácido sulfúrico y tejidos de algodón, que aprovecharon la fuerte pendiente de los cerros para mover tornos y telares mediante la energía hidráulicas de ruedas de paleta. Este primitivo esfuerzo murió casi en la cuna, al no poder superar las trabas naturales de su dependencia de la abundancia o escasez de aguas, unido a la competencia desigual con los productos extranjeros de superior calidad.
Un segundo parto, de mejores auspicios, fue el de la producción de hierro, cuyo origen se confunde con las gestas de independencia en la búsqueda de minerales de plomo y hierro para fabricar municiones y cañones con los cuales enfrentar la reconquista española. Empezó a surgir, entonces, el sector de las ferrerías, es decir, las pequeñas fábricas de hierro con altos hornos, martinetes, refinación y fundición de hierro primero en la población de Pacho en 1827, donde la instalación, de este capital fijo inicial exigió la asociación de embrionarios capitales que provinieron de las minas de sal, esmeraldas, oro y plata, y del comercio. Pronto el negocio se consolidó, atrajo capital extranjero, y fue objeto de varios golpes de mano para apoderarse de él, como el de la crisis financiera de Bogotá de 1842.
Promisorio, el pequeño sector de hierro se diversificó regionalmente con la ferrería de Samacá en 1856, la de La Pradera en 1860 y la de Amagá en 1865, donde "iron-masters" ingleses traídos a Pacho o ingenieros franceses aportaron su pericia. El mercado del hierro nacional pareció consolidarse, aunque la dependencia de la energía hidráulica determinó que los altos hornos permanecieran apagados a veces hasta seis meses. El vapor sólo llegó en la década de 1880 a Samacá y La Pradera, quizá un poco tarde, porque la vinculación estratégica entre este sector siderúrgico y su principal cliente, los ferrocarriles, nunca se dio. Los primeros rieles nacionales, objeto de inusitado entusiasmo patriótico, se fabricaron, ciertamente en La Pradera en 1884. Sin embargo, como los yacimientos de hierro nunca fueron objeto de una prospección geológica estricta para determinar su calidad y su cantidad, el hierro producido resultó a la postre rechazado por el gran consumidor, que exigía acero para rieles y equipos en vez del quebradizo hierro. Las ferrerías se fueron cerrando y sucedió que los altos hornos tuvieron una vida útil más larga que los yacimientos, cuando lo lógico hubiera sido lo contrario (ver Credencial Historia Nº 43, julio 1993, pp. 8 a 13).
Si el país no alcanzó la revolucionaria asociación entre carbón, hierro y ferrocarriles, acumuló en cambio experiencias. La figura del capitán de industria --o sea, aquel que era capaz de trabajar a base de capital fijo con el indispensable cálculo de capital mediante la contabilidad-- se consolidó, apoyada en el café, en minas de oro y plata y en la experiencia interna y externa de los ferrocarriles; éstos a su vez fueron creando la infraestructura necesaria para un gran mercado interior, de que carecieron las ferrerías; por último, las máquinas empezaron a ser movidas ya no por primitivas ruedas hidráulicas ni por incómodas máquinas de vapor, sino por versátiles motores y dinamos eléctricos. En condiciones de establecer un cálculo racional de sus costos surgió, así, experiencias industriales aisladas como Bavaria, primero en Santander y luego en Bogotá; fábricas de tejidos y astilleros navales en la Costa Atlántica y fabriquillas de productos de primera necesidad en Medellín, Cali y Bucaramanga
El quinquenio del presidente Rafael Reyes protegió decididamente este esfuerzo interno, pero fue la década de 1920 la decisiva. Como en Europa, el primer grito del capitalismo industrial fue la generalización del trabajo femenino e infantil, concentrándose un efectivo importante de obreras en Medellín, en empresas como Coltejer, Textiles de Bello y Frabicato, que empezaron a especializar y a disciplinar su mano de obra, con la ayuda de la Iglesia católica. Esta disciplina dentro y fuera del trabajo tampoco faltó en Bogotá, donde los obreros fueron obligados a mantener sus ahorros en cajas y sociedades mutuarias.
Asegurados una disciplina del trabajo, un Estado y un derecho racionales, y una organización empresarial del trabajo, otro hecho definitivo para el nacimiento de la industria colombiana fue el rompimiento de las trabas naturales que impedían el movimiento continuo de máquinas y equipos y una oferta permanente. No fue coincidencia que los mismos empresarios que fundaron las primeras fábricas se unieran para crear las primitivas empresas de energía eléctrica, tal como aconteció en Bogotá y Medellín, donde los fundadores de Cementos Samper o Coltejer crearon empresas para autoabastecerse de electricidad y vender sus sobrantes. Pero fue en el occidente colombiano, en Antioquia, donde se echaron las raíces del sector hidroeléctrico, con grandes centrales y amplios sistemas de conducción, del cual depende aún en gran medida todo el territorio nacional.
A esta última experiencia está asociada la condición final del surgimiento de la industria: su organización y funcionamiento ya no dependen de lazos estamentales, sino del concepto profesional. El ingeniero emerge en la industria colombiana con una autoridad indiscutida, basada más en la técnica que en la ciencia. La creación de una empresa industrial ya no es fruto de la especulación o de la aventura, sino de un estudio previo de yacimientos y materias primas, del mercado y de la técnica. Así se planearon las empresas del sector de cementos en el centro del país y en Antioquia, con fábricas como Cementos Samper, Diamante y Argos. Yacimientos calcáreos, carboníferos, ferrosos e incluso petroleros fueron objeto de misiones de geólogos alemanes y norteamericanos.
Mano de obra disciplinada, técnica, racional, mercado interior asegurado por la red ferroviaria y carretera, derecho laboral primitivo, Estado proteccionista y organización empresarial del trabajo: todos estos elementos se combinaron únicamente en la década de 1920. De este período data la fundación y la consolidación de esfuerzos nacionales que aún sobreviven: Fabricato, Coltejer, Bavaria, Cementos Diamante, ingenios Providencia y Riopaila, Cervecería la Libertad (después Cervecería Unión), y de proyectos del capital internacional, como la Tropical Oil Company. La mano de obra fabril, por último, empezó a conformarse cada vez menos con la promesa de la bienaventuranza eterna, creó sus primeros sindicatos e inició huelgas, como la de las obreras de la fábrica textil de Bello, en 1920. Las relaciones obrero-patronales fueron entrando, así, en el terreno del cálculo y de la previsión.

MODERNIZACIÓN EN COLOMBIA DURANTE EL SIGLO XX
Desde mediados del siglo XIX nació la ingeniería colombiana en las aulas del Colegio Militar, creado por iniciativa del general Tomás Cipriano de Mosquera para formar los oficiales del Estado Mayor y los ingenieros civiles, a la manera de los institutos franceses de la era napoleónica.
Surgió entonces el primer ferrocarril, a solo 18 años de su iniciación en Europa, con la construcción del cruce del istmo de Panamá por un concesionario extranjero. Pero bien pronto los egresados del Colegio Militar estimularon el interés de los mandatarios regionales por la promoción de líneas férreas, inicialmente orientadas a desembotellar el país mediante los enlaces con los puertos marítimos y el río Magdalena. Era el despertar de un territorio encerrado entre agrestes montañas, que doblegaba una naturaleza hostil. Así se explica que nuestros ferrocarriles fueran concebidos en trocha angosta, con fuertes pendientes y estrecha curvatura.
En ese titánico esfuerzo compitieron los antiguos estados federales y el gobierno nacional, con la efectiva cooperación de concesionarios privados, nacionales y extranjeros, que vincularon sus capitales a empresas de alto riesgo, por las frecuentes guerras civiles y las penurias fiscales. El nombre de Francisco Javier Cisneros, oriundo de Cuba, se ha inscrito en la historia de nuestra ingeniería como el pionero de esos proyectos.
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A la izquierda: Tarjeta postal de Francisco Mejía M., ca. 1930. Colección Luis Fernando Molina. Al centro: Limón a Cisneros en el Ferrocarril de Antioquia. A la derecha: Viaducto de Dosquebradas "César Gaviria Trujillo”, en Pereira, Premio Nacional de Ingeniería, 1998
En ese titánico esfuerzo compitieron los antiguos estados federales y el gobierno nacional, con la efectiva cooperación de concesionarios privados, nacionales y extranjeros, que vincularon sus capitales a empresas de alto riesgo, por las frecuentes guerras civiles y las penurias fiscales. El nombre de Francisco Javier Cisneros, oriundo de Cuba, se ha inscrito en la historia de nuestra ingeniería como el pionero de esos proyectos.
El despertar del siglo XX coincidió con la cruenta guerra de los Mil Días, que paralizó el progreso nacional. Pero entonces surgió la visión del general Rafael Reyes como jefe de Estado, que continuó el desarrollo ferroviario e inició la era de las carreteras, una vez difundido el invento del automóvil. La ingeniería colombiana recobró entonces sus impulsos iniciales y los proyectó a lo largo de tres décadas, en que las obras viales concentraron el esfuerzo realizador y el desarrollo tecnológico, con la iniciación de los pavimentos y la instalación de grandes puentes metálicos, que después evolucionaron hacia las estructuras de hormigón armado.
Paralelamente, desde la década de los años veinte se promovió la rectificación del río Magdalena y la apertura de las Bocas de Ceniza para realizar el puerto de Barranquilla, que complementara las facilidades de Cartagena, Santa Marta y Buenaventura, simultáneamente expedidas para habilitar el desarrollo del comercio internacional. Por esa misma época se inició el transporte aéreo, en que Colombia figuró como pionera de América.
Este proceso de la ingeniería de obras públicas inició su diversificación en la década de los años cuarenta con las primeras centrales hidroeléctricas, construidas en los saltos de Guadalupe y Tequendama, además de las obras sanitarias de las ciudades principales y las irrigaciones en los llanos del Tolima. Entonces penetró la técnica extranjera y se produjo la especialización profesional de los ingenieros colombianos.
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A la izquierda: Presa del río Guatapé, en Antioquia. Al centro: Represa de la central hidroeléctrica de Betania en el Huila. A la derecha: Puente sobre el río Chinchiná
 También penetraron las técnicas modernas de construcción de vías, al promoverse el ferrocarril del Atlántico para la articulación de la red y modernizarse las especificaciones de las carreteras por la misión Currie, que a mediados de 1950 evaluó y programó el desarrollo de la infraestructura nacional. Ese informe impulsó la ayuda financiera del Banco Mundial, iniciada en 1951, y la del Banco Interamericano de Desarrollo, que comenzó diez años después. La cooperación de estos organismos se ha mantenido creciente durante el resto del siglo y ya registra un monto global de unos US$ 8.000 millones,
Entre tanto, el marco institucional ha tenido considerables transformaciones, desde la creación del Ministerio de Obras Públicas en 1905, que inicialmente concentrara todas las actividades de la ingeniería. Pero en la medida en que se diversificaba se fueron creando nuevos organismos para desarrollar los servicios que habían cobrado importancia. Así fueron creciendo el aparato estatal y las obligaciones presupuestales, no sólo para realizar las obras, sino también para subsidiar a las entidades deficitarias. Como resultado de este proceso se ha revivido el sistema de las concesiones y la activa participación del sector privado en la propiedad de las empresas públicas. Pero la ingeniería colombiana mantiene su presencia activa en el desarrollo nacional.
Al hacer este breve recuento no puede olvidarse la contribución exitosa del medio universitario, iniciada en las postrimerías del siglo pasado con la creación de las Facultades de Ingeniería de Bogotá, Medellín y Popayán, que han sido diversificadas y complementadas con más de un centenar de institutos especializados. Tampoco puede olvidarse a la Sociedad Colombiana de Ingenieros, que desde principios del siglo actúa como órgano consultivo del gobierno y como veedor de la reglamentación profesional.
Los hechos y circunstancias aquí relatados serían incompletos si no incluyeran alguna referencia a sus principales ejecutores, como verdaderos artífices del desarrollo nacional. Son muchos los nombres que surgen a través de las páginas de la historia, pero bien pueden sintetizarse en los principales cultores de las varias disciplinas: Francisco José de Caldas como investigador y astrónomo, Lino de Pombo como pionero de los estadistas, Juan N. González Vásquez como realizador de ferrocarriles, Germán Uribe Hoyos como promotor de las carreteras, Carlos Boshell Manrique como iniciador del desarrollo eléctrico moderno, Julio Carrizosa Valenzuela como educador emérito y Carlos Sanz de Santamaría como estadista de proyección internacional. Los tres primeros nombres surgen del pasado y los cuatro últimos se ubican en el presente siglo como sus dignos sucesores.

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